Tener una hermana gemela no es algo que se escoja -tiempo al tiempo- pero, y eso puedo asegurarlo hoy con una certeza absoluta, es algo que no se elegiría aunque así pudiera hacerse. Me dirán que dependerá del caso, que habrá gustos para todo, que a cada cual le va según su experiencia. Pues no: puedo asegurarles con una convicción incuestionable que, en el fondo del fondo, a nadie le gusta verse repetido y ya desde su nacimiento conocer una de las verdades más aplastantes con las que, tarde o temprano, todos debemos enfrentarnos: no somos únicos.
Tenemos que conformarnos, no obstante, con la suerte que nos toca. De un modo u otro, mi hermana gemela y yo hemos ido cumpliendo años en armonía, si bien es cierto que, en más de una ocasión, al mirarme en el espejo he pensado que yo no era yo, sino ella y, por el contrario, al mirarla a ella he llegado a pensar que se trataba de mí. Sé que a mi hermana le ha sucedido otro tanto. Ni siquiera nuestros padres han podido distinguirnos. Es difícil entender semejante confusión si no se ha sufrido nada similar, pues parece sencillo detectar los límites de la propia persona.
Sea como fuere, hasta ahora siempre habíamos estado de acuerdo sobre el momento y las características de nuestros pactos. Por ejemplo, habíamos coincidido en el deseo de intercambiamos el marido durante una semana. O el trabajo. Nunca había habido problemas después con la devolución de nuestras vidas o, por decirlo de otro modo, siempre había estado claro a quién correspondía cada marido, cada trabajo, cada casa o cada problema. Hasta ahora, insisto. Porque el asunto del embarazo ha trastornado las facultades mentales de mi querida hermanita que, estando embarazada yo, insiste en mantener la loca idea de que este embarazo es en realidad suyo, aunque no sea a ella a quien se le note. Dice que el hijo que yo llevo dentro le pertenece, que yo no soy más que el receptáculo en donde el bebé está creciendo y que, una vez salga al mundo deberé entregárselo a sus verdaderos padres, es decir a ella y a su marido. Y como siempre ha sido más hábil que yo con el lenguaje, ha convencido de semejante despropósito no solo a nuestros esposos y padres sino, lo que es peor y más grave aún, al ginecólogo y al mundo entero, que ha comentado su caso en la prensa y, aunque parezca mentira, se ha puesto de su parte. ¿O de la mía?
TITULAR: «Una japonesa da a luz al hijo de su hermana».