3.048 – Cuestión de letras

Carolina Castro Padilla  “Juliancito está destinado a las letras desde antes de nacer”, así decía su padre al verlo jugar con los cubos de madera que lucían en sus caras letras grabadas en brillantes colores. “Cuando vaya a la escuela, sabrá ya el alfabeto”, predecía el señor mientras el niño acomodaba una a una sus letritas formando a capricho largas palabras impronunciables.
“¿Qué dice el futuro genio de la lengua?”, lo saludaba cuando Julián metido entre sus libros estudiaba en la Universidad.
“Ahora sí hijo, ¡a escribir se ha dicho!”, afirmó satisfecho al verlo regresar del extranjero con un doctorado en Letras Hispánicas.
“Mi hijo publicará muy pronto su primer libro”, comentaba el anciano a sus amigos. “Está realizando una obra que asombrará al mundo”, agregaba en voz baja para contener su entusiasmo y no revelar el proyecto que realizaba el ya doctor don Julián desde hacía varios años encerrado en su biblioteca, en donde estaba concentrado su sueño: emplear la tecnología para obtener la obra perfecta, la única, aquella que sería el compendio, o la síntesis del genio creativo en la literatura; para esto, escribía sin descanso frente a un modelo especial de computadora al que alimentaba con todo cuanto consignaba la Historia de la Literatura Universal. Hacía tiempo que había llegado a los autores contemporáneos, pero en ellos se había estancado al no poder saciar su prurito por obtener las últimas publicaciones y seleccionar aquellas que debía asimilar su aparato mágico. Esto lo hizo caer en un estado enfermizo del que vino a rescatarle el “¡Basta ya!”, enérgico y cortante, gritado por su padre para despertarlo de su sueño. Ambos se miraron y un suspiro contenido por años, puso punto final a la búsqueda de un don Julián ya envejecido, haciéndolo aceptar que había llegado el momento de ver nacer la obra maestra de su vida. El temblor en sus manos, golpeaba la ya cansada ansiedad de su padre que lo miraba hacer. Se acercó a la computadora, la preparó con minucioso cuidado a ritmo de resonancias internas que taladraban su piel. La accionó. Un prrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr y sus ojos anegados de sorpresa quedaron estáticos ante el papel en el que aparece escrito:
A b c ch d e f g h i j k l ll m n ñ o p q r rr s t u v w x y z.

Carolina Castro Padilla

3.036 – Volviendo al espejo

Carolina Castro Padilla  Un día, Alicia quiso regresar al país de las maravillas a través del espejo que casi había olvidado.
Corrió las cortinas del tiempo, fue al espejo y con ansiedad se miró en él. Se buscó, y al no encontrar su imagen se dijo: “Este espejo ya no sirve”, y lo rompió.
No pudo tolerar ver en él a una anciana desconocida mirándola fijamente.

Carolina Castro Padilla

3.004 – Aquí por siempre

Carolina Castro Padilla  Cae la tarde reclinándose en el horizonte y asomando levemente su mirada clara entre los velos rojos que ha dejado tras de sí el sol; se adormece en el vaivén del mar que orla de espuma la arena compacta y fría.
Una risa aviva mis pasos: es ella contestando al romper las olas. Ella que corre, brinca, desaparece entre el agua, vuelve a salir y ríe; ríe pulsando el arpa dormida de mis sueños. Voy hacia ella, nuestros ojos se encuentran y somos un mismo juego con el azul. Mis manos rozan sus cabellos que huyen entre las ondas acuosas. Cierro los ojos al escozor salobre. Tiendo los brazos y logro asir sus piernas. Siento la dureza joven de sus músculos, pero, quieren huir también, resbalan, se adelgazan y un frío extraño me sacude. Sin soltarla, grito para detenerla. Abro los ojos que se llenan de noche. Nuevamente estoy aquí convulso, asido fuertemente con ambas manos a los barrotes de mi celda.

Carolina Castro Padilla

2.993 – Nostalgia

Carolina Castro Padilla  La primera luz del sol descorre las cortinas del sueño en la cara de José Santos, quien siente su calor después de una noche demasiado larga. Un bostezo, un estirarse buscando dimensiones desconocidas, un parpadeo, corto, insistente y, nuevamente los ojos cerrados negándose a ver, ¿para qué si todo lo conoce y lo siente, dentro de él mismo, llegar como un torrente después de sentir ese rayo de sol?
La voz de la mañana: los pájaros que en el naranjo cuentan sus sueños antes de partir; el gallo que en el corral reconoce sus dominios mientras la vaca muge ofreciendo sus repletas ubres; las campanas de la parroquia que llaman a misa esparciendo saludos blancos de palomas; las escobas de popote que rascan y rascan el patio y la calle levantando la tierra que ha de ser apaciguada con riegos juguetones…
El olor de la mañana: la tierra mojada, el viento henchido de naranjos y limoneros, el ocote recién encendido, las brasas en la cocina donde ya trajina Adela canturreando mientras pone el agua para el café. Sentir su olor oscuro y encender un cigarro son cosa hecha, así como dar el primer golpe con profundidad para sentir al tabaco llegar a lo más hondo del sentido y despertar plenamente a la voz del humo que va escribiendo sus secretos poco a poco en el aire, subiendo, adelgazándose y desapareciendo sin terminar nunca de decirlo todo y, por fin, dar el primer sorbo de café caliente, amargo, reconfortante, para echar a andar el cuerpo.
—¡Ah! Qué sabroso es amanecer con un cigarro y una taza de café caliente.
Una sacudida, un reacomodarse en el asiento de tercera, el rechinar monótono del tren, y los ojos de José Santos abiertos ya, mirando los paisajes agrestes que lo van acercando al Norte mientras su vacío de años se le va llenando de nostalgia.

Carolina Castro Padilla

2.902 – Cabalgar no cuesta nada

Carolina Castro Padilla  Tu caballo blanco te espera como siempre, todo nervio y brío, en el mismo sitio. Llegas a él, lo acaricias. Su piel lustrosa te devuelve calideces que tus palmas retoman para tejer sueños. Lo montas a pelo, y abrazada a su cuello te dejas llevar a galope tendido por los campos verdiazules que desaparecen de tu vista claveteados a la tierra por cuatro golpes secos repetidos hasta el infinito, ése que frente a ti no alcanzas.
“¡Facunda!” Un grito que te llama, que te atrapa a mitad de tu carrera. Regresas con un “¡Ya voy!”, que se ahoga en tu esperanza.
Miras tu corcel blanco que reposa en la palma de tu mano, terminas de sacudirlo, y con cuidado lo colocas en su sitio: sobre el juguetero que sólo sabe de porcelanas.

Carolina Castro Padilla