3.067 – Tendinitis (una historia de amor)

Jos Manuel Benitez Ariza  Desde hace unos días me veo obligado a llevar el brazo derecho en cabestrillo. Trato de hacerlo con dignidad, aunque sin excederme. Porque el gesto hace al hombre, y puede pasar que, de llevar el brazo en esta posición, uno acabe asumiendo aires napoleónicos, y se sienta como debió de sentirse el francés mientras planeaba con sus mariscales la batalla de Waterloo. Eso, cuando la moral está alta. En el otro extremo, puede suceder que uno tenga que ponerse el tabardo verde de las salidas al campo, que es la única prenda de abrigo lo suficientemente amplia para albergar el brazo encogido, y acabe adquiriendo un aire de veterano de Vietnam, con su halo de melancolía desquiciada y culpable… La gente se te acerca y te pregunta. Y uno quisiera no decepcionarlos, poder contarles alguna malhadada hazaña deportiva, o presentarse como víctima de la fatalidad que rige los azares del tráfico. Pero no: lo que uno tiene es una simple tendinitis; lo que, en la escala de los males, ocupa un lugar más bien insignificante, cosas de desocupado que juega al tenis o a ese curioso deporte que llaman «pádel» y que parece exigir de sus jugadores la previa afiliación a algún partido de derechas.
Verán, yo no practico ningún deporte, apenas conduzco, y ni siquiera soy de derechas, por lo que la única causa a la que puedo atribuir mi mal son las horas pasadas ante el ordenador, escribiendo. Hasta ahora creía que las únicas heridas que uno podía recibir de la literatura eran las que afectaban al alma. De la literatura sabía que inspira ambiciones mezquinas, engorda vanidades, crea expectativas infundadas y va dejando en quien se expone a estos males un poso de incurable decepción. También sabía que la literatura no sólo es perjudicial para quien la cultiva, sino también para sus semejantes. Por ella se han roto amistades y matrimonios. Y, lo peor de todo: la literatura produce un tipo de personaje que, en cuanto sabe agotadas sus capacidades, se conforma con ocupar un lugar vicario en eso que se llama, en expresión un tanto paradójica, «vida cultural»: ese laberinto de puestecillos cortados a medida, sinecuras locales y negociados más o menos dependientes de la voluntad del político de turno. Esos son los estragos que causa la literatura en los espíritus de quienes alguna vez la cortejaron.
En comparación, mi modesta tendinitis no es sino un mal menor. Y también, por qué no, un castigo, de la misma naturaleza que el que los dioses impusieron a Tántalo. Paso las horas muertas en casa, ante el ordenador que no puedo usar. Se me ocurre que podría escribir sobre esto o aquello, que en algún rincón del cerebro está a punto de brotar alguna idea que sólo necesita del baile de los dedos para tomar forma. De esa ilusión gratuita vivimos los literatos. Pero tengo el brazo sujeto por un pañuelo negro; soy Napoleón, no antes de Waterloo, sino después, cuando sus vencedores lo llevaban, privado ya de todos sus recursos, al insalubre islote de Santa Elena. A eso queda reducido un escritor que no escribe: a un emperador sin imperio. Eso sí, con algún que otro mariscal fiel que lo acompaña en su desgracia y le hace el inmenso favor de tomar al dictado textos como éste.

José Manuel Benítez Ariza
Ciempiés. Los microrelatos de Quimera. Ed. Montesinos. 2005