El azúcar era la sal. Al gato le decía araña y atendía los requerimientos del abuelo sólo cuando le llamaba nube. Con él hablaba ese idioma y así se entendían. En una helada, el anciano tropezó y falleció sin que estuviera previsto. Óscar lloró a boca abierta la gran pérdida y no había consuelo. Pasó como una pelota de unas manos a otras y acabaron llevándolo a un orfanato. Allí le quisieron enseñar. Los números, las letras y las palabras. Como nadie compartía su lengua se parapetó en un silencio inaccesible. Si respondía era con gestos. En sus paseos al campo se dirigía a los gorriones y comunicaba a su manera con las martas.
Al centro llegó una niña pelona y desdentada. La sentaron a su lado en la clase. Le regaló plumas, hojas del otoño y le prestó su colección de caracolas de mar. Óscar las acercaba a su oído y pasaba horas escuchando el sonido de las olas. El día que ella le preguntó su nombre él puso su dedo índice encima de un cumulonimbo. La nena sonrió y después de unos segundos contestó que a ella, aunque pareciera una estrella, podía llamarla luna.
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Qué relato tan maravilloso